diumenge, 2 d’octubre del 2011

Flechazo

Contexto: sala repleta de desconocidos. Ejercicio: constelación familiar.

Escogen al más joven y escéptico voluntario, que pese a su fría razón muestra curiosidad para con estas prácticas. Ese joven soy yo.

Arrugo la timidez que algún día me habría frenado y acepto: salgo a escena.

Tengo que representar a un hombre que no conozco de nada, tan sólo un par de frases que resumen su situación. Él se sienta y contempla.

Los otros voluntarios parecen estar en sintonía, coordinan sus movimientos sin mediar palabra, como hallándose en un baile en el que todos responden al movimiento de los demás. O como si previamente hubieran acordado los pasos.

Ante la mirada de todos los presentes, estallan las dudas en mi cerebro verborreico: ¿Qué hacer? ¿Qué decir y cuánto callar? ¿Cómo moverme, para dejar de simular un clavo mal clavado? ¿Cómo imitar a un desconocido?

No se trata de actuar ni de fingir, sino de lo más simple y complicado: dejarse llevar. Ha llegado el momento de dejar de pensar, de esconder la razón y entregarme a... la energía, lo que sea que fluye en el campo.

A partir de aquí, no existe lenguaje que pueda reflejar lo que ha pasado.

Convirtiéndome en ese señor, me he sentido débil, abandonado a mi suerte por mis allegados, indefenso, con el fantasma de mi padre pesando toneladas y otros lastres que me estaban impidiendo avanzar. Ni siquiera he podido mirar a los ojos a la que representaba la mujer que me había abandonado. Y sabía que nada era real para mí, ni siquiera estaba interpretando un papel de ficción. Toda emoción ha sido mía, la he vivido a flor de piel. Sabía, sin conocer de antemano, cada reacción de su corazón, porque palpitaba igual que el mío.

Atrapado entre varias fuerzas que tiraban en diferentes direcciones, me he derrumbado, allí, delante de todos. Como un actor que ha bordado al personaje que representa, salvo que yo no sé cómo acabará la función.

Sacan a otra voluntaria.

Representas La Vida, todo aquéllo que me espera tras conseguir superar tantas pérdidas. Me miras llena de ternura, te observo a pocos pasos y tengo la sensación de haberme reencontrado con algún amor olvidado al que no puedo llegar. Tiendes una mano, paciente, esperándome.

Cuando me dispongo a partir, me paraliza el fantasma con sus palabras hirientes, no sé replicarle y enmudezco. Sin que la respuesta se asome de su escondite, mis piernas flaquean, luego se convencen del movimiento, se aproximan a tus ojos, luchando entre las cargas y las manos que me sostienen la espalda, para no llegar a caer si tropezara.

Me ha costado avanzar, más que si tuviera pesas a ambos pies. Contigo al lado, me he sentido invencible. He podido mirar a los ojos a la que me abandonó un día, enterrar el fantasma de mi padre bajo tierra, sentirme Dios al notar tus manos.

Nos abrazamos hasta que ya no sabemos de quién es ese cuerpo, si mío, tuyo o nuestro. No apartas la mirada, dices sentirte muy cómoda y entre ojos y boca trazas una sonrisa. Y te quiero besar, verdaderamente te quiero poseer, gritar "se acabó el juego!" y comprobar que no has cambiado ningún rasgo.

Confundido, aturdido. ¿Es esto lo que debería sentir la persona a la que represento o es lo que quiero yo? ¿Has dejado de ser un concepto abstracto o sigues actuando?

Habrá sido una ilusión, un autoengaño, un flechazo hacia una apariencia. Y no recuerdo la última vez que alguien "real" me hizo sentir así.

1 comentari: