diumenge, 6 de desembre del 2009

El lamento del ruiseñor

En un claro del bosque, donde no llega la sombra del mundo, arrodillóse el valiente escudero, tras dar caza a la amenaza del pueblo.

La doncella del reino respondió su súplica con dureza:

- No hay seducción que perdure más allá de la propia conquista de los deseos.

- ¿Eso responde mi dama a una declaración de amor y de guerra?

- ¡Ah, qué débil resulta la persistencia del deseo cuando éste se ha sabido alcanzado! ¿Dónde quedó el noble espíritu del caballero al derrotar a la bestia? ¿Qué razón, o dígase locura, le llevó a anhelar mis encantos, una vez la lucha hubiera cesado?

- Hay victorias que se persiguen de por vida, gran dama, así como la muerte persigue a los vivos hasta que éstos erran la espada o la vejez les da traición.

- ¿Te consideras viejo? Diríase que no, pues todavía conservas buen entendimiento, salvo por la desfachatez de tu osadía. ¿Acaso ha hundido algún enemigo en tu piel hoja alguna? ¡Ojalá lo hubieran logrado! ¡Deberías immolarte, desvergonzado! Pues yo no puedo darte muerte y, sin embargo, provocas con tus palabras más dolor que el gélido hedor de tu arma.

- Vivo para serviros, mas no para inflingíos tortura. Si en mi misión he fracasado, informad del cadáver a mi Rey. Decidle que sucumbí en batalla, al no saber cómo ganarla aun cuando no quedara con vida más alma que la mía. Pero sepa vuesa merced que la batalla perdida me llevará fuera de vuestro pulcro alcance. Si bien le hube atormentado un día, acaba de perder de ahora en adelante el dominio sobre su siervo, al que con su declaración ha liberado de la vida.

Tras esas palabras, quedóse pálida como la luna, quieta como una estrella. Le vio partir, sin atreverse a detenerlo, sujetando las riendas del corcel por arte de indecisión.

Vio alejarse en los confines de la lejanía el hombre con el que soñó en secreto más de un día, cabalgando hacia su inminente destino.

Si bien no podía una ola conquistar el océano, el mar lloraría amargamente la pérdida de sus aguas.

Más aún al no sentirse amada por los que rondarían su morada como aquél que se alejaba, más aún por no encontrar lágrimas en su corazón de frío acero, que no volvería a palpitar.

Junto con el caballero, había marchado también la esperanza que el buen arquero le siguiera susurrando con el crepúsculo las ofrendas de su alma. Llegó a comprender la dicha de su corazón sincero, cuando el cielo ya había tapado la tierra.


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