dijous, 3 de novembre del 2011

Ayer soñé que si dejaba de soñar, despertaría sin remedio

Recuerdo con absoluta nitidez todos esos momentos que nunca tuvimos. Los deleité una y mil veces antes de ser desgarrados de un delicado tajo. Esos momentos existieron en una dimensión u otra de mi conciencia o de la tuya, en algún rincón nos encontramos, allí me respondías "¿por qué no?".

Y no digas que no sucedió, pues ¿quién puede discernir entre lo real y lo anhelado hasta el punto de haberse sentido más vivo transportándose en la lejanía que permaneciendo con los pies clavados sobre la realidad?

Cuán lejos se puede viajar en una noche, sobre la negrura salpicada de diamantes, enlazando razón y fantasía, confundiendo sentimientos y deseos, astros constelados de osadía.

Ni qué decir de cuando soñamos con ojos bien abiertos, mirando sin ver lo que apremia y poniendo el foco de nuestra alma en lo verdaderamente imprescindible: lo que no tenemos delante, lo que no ha pasado todavía; la ilusión de la esperanza, lo único que permite avanzar y abandonar estas aguas estancadas.

Todo lo que latió en nuestras mentes antes de saber que jamás pasaría de verdad se vive más real que la realidad.

Sea un despertar, sean los balazos de la vida ensañándose contra la ilusión, ésta acaba desvaneciéndose, como el reflejo de un charco al ser pisoteado. Dolor, vergüenza y miedo, dejamos de soñar, nos conformamos con lo que tenemos a cada lado, mejorable pero no hiriente, vacíos seguros, mejores que la nada de perderlo todo al apostar por una ilusión más.


Nada queda sino encajar golpes, cada vez con más dignidad, aceptar que ya no existirá más lo que se había creído con firmeza... Aceptar la amputación, sí, bien, pero sobretodo, no perder la ilusión de volver a crear fantasías, ni la necesidad de sumergirse en otros océanos, propios, para ir sacando la nariz de tanto en tanto y tomar un bocado de aire, tal como haría un cetáceo, y volver mar adentro, donde los sueños aún perduran.


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