Inundados están los llantos de los que padecen la cólera del frío y del rayo, ahogados son los que ni ven ni son vistos por las cortinas de lluvia que mojan el asfalto y anegan los pastos, arrastrando su líquido, conquistando poco a poco todo lo que la lluvia hunde a su paso.
Se deshacen los periódicos que cobijaban al mendigo de sus terrores nocturnos, se empapa la manta del alcohólico, el frío se cuela entre las rendijas de su abrigo. Cala hondo.
Le fastidia ver correr hacia sus hogares a las tropas de zapatos que chapotean apurados por huir de donde él es preso, fuera del cobijo de todo paraguas.
Un grupito de chicas lo han visto, tras un instante de vacilación han preferido voltearse, rehuyendo el inevitable encuentro de miradas, soltando un enjambre de histéricas quejas ("¡ay, que me mojo!"), quejas de quienes no conocen el sufrimiento y que, en su afán de lamentarse por algo, protestan por tener que andar bajo paraguas. La delicadeza no es el valor más cotizado, ni es prestada al marginado.
Sólo le acompaña la resignada soledad. Ha aprendido a convivir con ella, muy a su pesar, entre todo el gentío que le rodea a diario (¡qué remedio le quedara al indigente de la esquina sino ése!).
Ahogados permanecen los libros que sólo vivirán en su memoria, la historia de cómo lo perdió todo y su vivienda se transformó en esa chabola nómada.
El aguacero expone la pobreza, firmándola con su nombre verdadero, aquél que nunca revela a los extraños inquilinos de la calle; pobres alcoholizados, jóvenes dementes, prostitutas elocuentes que una vez le ayudaron y otras diez le traicionaron.
Sin poder soñar en un día distinto, la noche, tarde o temprano, pasará de largo. Sin embargo, su estela ha dejado unas huellas perennes.
Creo que todos somos mendigos de algo, y padecemos terrores nocturnos que se alargan hasta el amanecer y más allá, pero eso no impide que sienta mucho frío cuando pienso en ese hombre.
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